El sueño del tesoro sobre el puente de los curas
Hace mucho tiempo vivía en Oosterlittens un zapatero cuya vida estaba muy lejos de ser cómoda, ya que el trabajo le rendía poco y sus necesidades eran muchas. Era laborioso, diligente y buen artesano. Su mujer era una excelente ama de casa, ordenada y económica; pero tenían tantos hijos, que todo el trabajo del padre y la buena administración de la madre eran poca cosa para tantas bocas. Sin embargo, el buen hombre no se desesperaba, pues tenía confianza en que un día u otro las cosas cambiarían en su favor. Su mujer tachaba de loco al zapatero cuando éste le decía: «No te apures; todo irá mejor alguna vez.» Pero sentía gran satisfacción al ver que las ilusiones no quitaban al marido de trabajar intensamente durante todo el día y buena parte de la noche.
Una mañana, cuando el matrimonio estaba tomando el parvo desayuno, el zapatero dijo: «Esta noche he tenido un sueño muy claro y muy significativo. Me ha sido anunciado que en Amsterdam, sobre el Papenbrug (el Puente de los Curas), encontraré la felicidad.» La mujer se echó a reír y le respondió: «Menos mal que Amsterdam cae tan lejos; pues, de otra manera, serías lo bastante tonto para ir allá. Los sueños no son más que mentiras.»
El zapatero no hizo comentario alguno. Terminó de desayunar y bajó al taller, en donde le esperaba un montón de botas que arreglar. Durante todo el día, mientras trabajaba, no se apartaba de su pensamiento el sueño que tuviera por la noche. Cuando se acostó, aún estaba preocupado. Y apenas cerró los ojos y se durmió, volvió a soñar que en Amsterdam, sobre el Papenbrug, encontraría la felicidad. Por la mañana le dijo a su mujer: «Tú puedes decir que los sueños son mentira; pero he vuelto a soñar lo mismo que anoche.» La buena mujer se rió de él y le arguyó que por la noche la cabeza no anda como durante el día. Mas como quiera que aquella noche el zapatero volviera a tener el mismo sueño, cuando despertó le dijo decididamente a ella:
«Se acabó: he vuelto a soñar lo mismo. De modo que me voy a Amsterdam.» La mujer cogió un enfado regular y censuró a su marido por dejar el trabajo para seguir una fantasía: «Tu viaje será inútil, y cuando vuelvas no tendremos que comer, pues habrás perdido el trabajo de estos días, y los clientes habrán ido a otro zapatero.» Pero todos los reproches y todo el enfado fue trabajo perdido. El hombre partió hacia Amsterdam.
Cuando llegó a la ciudad, pidió a un viandante que le indicara el camino para ir al Papenbrug. Llegó al puente y empezó a errar por allí, pues no sabía a ciencia cierta qué era lo que podría traerle la felicidad. El primer día vagó, sin alejarse del puente; pero no le pasó nada. Al día siguiente volvió a emprender sus paseos por el mismo lugar y por sus alrededores, parándose a veces en él; pero tampoco encontró nada. Ya comenzaba a arrepentirse de su locura; pero tampoco era hombre que se desanimase fácilmente. El tercer día hizo aún lo que había hecho los anteriores, y hacia el atardecer encontró un mendigo, que le dijo: «Perdón, buen hombre: desde hace tres días he visto que vagáis por aquí sin hacer nada y que os paráis de vez en cuando. ¿Puedo preguntaros qué es lo que buscáis?» El zapatero contestó: «Lo que yo busco no me lo podéis dar vos.» A lo que el mendigo le replicó: «Eso puede ser cierto o no; pero, desde luego, si no me decís nada, yo tampoco puedo hacer nada.»
Entonces el zapatero miró al mendigo, y después de pensar un momento, le confesó el sueño que había tenido. El mendigo se echó a reír y exclamó: «Pero, buen hombre, ¿sois lo bastante tonto para creer en sueños? Yo también tengo sueños; pero no les hago caso. ¡Bah! ¡Arreglado estaría uno si fuese a seguir lo que ve en sueños! Yo, por ejemplo, he soñado durante tres noches seguidas que en Oosterlittens, en Frisia, en el jardín del zapatero que vive delante de la iglesia, se encuentra un saco lleno de oro debajo de un poste que hay allí. ¿Y creéis que por eso voy a hacer un viaje tan largo? No; nada me hará mover un pie para ponerme en camino.»
Cuando el zapatero oyó las palabras del mendigo, sintió que el corazón le latía, como queriéndosele salir del pecho. Pero disimuló su emoción y le dijo: «En efecto, tenéis razón; lo mejor que puedo hacer es volver a mi casa.» El mendigo opinó lo mismo, y ambos se despidieron.
Lleno de agitación, nuestro buen hombre volvió a tomar el camino de su pueblo. El camino le pareció mucho más bello que a la ida, pero más largo. Al fin llegó. Su mujer le recibió con cariño, aunque con un poco de cara de reproche: «¡Ya estarás contento! ¿Has encontrado lo que buscabas? Al menos, no te ha pasado nada.» Pero el zapatero, sin casi responderle, se dirigió al jardín, después de haber cogido una azada. Su mujer, entonces, exclamó: «Pero ¿qué nueva locura es ésta? Suelta esa azada, coge el tirapié y ponte a trabajar. Todos los dueños de las botas que dejaste sin arreglar están indignados.» El zapatero, sin hacerle el menor caso, empezó a cavar en el sitio del poste, mientras la mujer seguía con sus exclamaciones de indignación. Pero cuando el zapatero, después de haber cavado un rato, sacó un caldero lleno de plata, la mujer abrió unos ojos grandísimos y quedó muda de asombro. «¿Qué dices ahora? - exclamó, con el semblante alegre, el feliz zapatero -. ¿No podría decir yo ahora que he encontrado verdaderamente el bienestar en el Papenbrug de Amsterdam?»
Los felices esposos convinieron en que no debían decir a nadie nada del hallazgo y llevar la misma vida de trabajo que anteriormente, aunque un poco mejorada. El caldero desenterrado era de hierro, y la mujer lo usó para la casa. Vieron que en él había una inscripción; pero en una lengua que no entendían, y no dieron importancia a ese detalle. Su presencia no inspiraba sospechas a los que venían a visitar al zapatero. Pero un día éste recibió la visita del pastor de su parroquia. El pastor se sentó al lado del fuego y contempló el caldero. Después dijo: «¡Eh!, ¿de dónde te viene ese caldero?» «Lo he comprado a un ferretero - dijo el zapatero -; pero no sé qué significan esas palabras que están ahí. Vos, sin duda, lo sabréis leer.» El pastor lo miró detenidamente y dijo: «¡Ya lo creo! Entiendo las palabras, pues son latinas. Dicen: Debajo de este caldero hay todavía otro caldero. Pero no sé qué pueda significar esto.» El zapatero sufrió una nueva emoción; pero, prudentemente, después de que el pastor hubo terminado de hablar, se limitó a decir: «Pues para mí sigue siendo tan oscura como antes.» Pero deseaba ardientemente que el pastor acabara su visita.
En cuanto el ministro protestante salió de la casa, el zapatero cogió de nuevo la azada y corrió al jardín, cavando más profundamente en el sitio en donde apareciera el caldero. Y, en efecto, apareció otro caldero igualmente lleno de plata. Ahora el buen hombre ya tenía su porvenir asegurado. Para recordar su aventura, hizo colocar en el jardín una columna de granito en el sitio en donde había encontrado los calderos y en donde en otro tiempo no se encontraba sino un poste de madera. Más de cien años después de la muerte del zapatero y de su esposa, aún continuaba allí la columna, y como recordaba el número uno y el primitivo poste, desde entonces el número 1, en Frisia, se llama con frecuencia «el poste de Oosterlitten».
Bravo, Blas. Has encontrado la relación entre la historia y la lectura que hicimos el otro día.
ResponderEliminarLa imagen del puente, sin embargo, no es la correcta.